domingo, 14 de junio de 2009

Una historia de ballet.

La pequeña Lizbeth, vivía en una bonita casa blanca, en un remoto pueblecito, con un pequeño pero precioso jardín, donde abundaban las rosas rojas; sus favoritas. Lizbeth, para sus padres, era lo mejor de su vida, y todos sus demás familiares y amigos la querían demasiado, ya que era una niña adorable, no quererla era imposible. Ella era una niña muy bonita de grandes ojos azules, un azul eléctrico, profundo, penetrante, que con tan solo mirarlos te permitía ver el fondo de su alma. Su pelo era tan negro como el mismo carbón, le llegaba hasta los hombros, dónde se formaban pequeñas ondas. Poseía una sonrisa encantadora, que conquistaba a todo el mundo. No se cansaba nunca de sonreír, de reír y reír. Era una niña alegre, con grandes talentos y soñadora. Lizbeth soñaba a cada hora del día. En sus juegos, siempre era una hermosa bailarina que bailaba Romeo y Julieta en un gran teatro de Nueva York rebosante de gente, le regalaban rosas, la felicitaban con aplausos y decían todo tipo de elogios. La adoraban. Y eso a ella le fascinaba. Le encantaba sentirse querida, amada y necesaria.
Todos los días, a las siete de la tarde asistía a sus clases de ballet. Era la mejor de la clase, o al menos se esforzaba en serlo. No le importaba quedarse ensayando hasta las doce de la noche. Quería ser la mejor, soñaba cada día con ello. Verla bailar era una auténtica maravilla. Cada movimiento que realizaba, lo hacía con toda su alma. Se movía como un hada encantada. Sus movimientos eran suaves, ligeros, graciosos y hermosos. Hacía remover las más profundas emociones y lograba emocionar con cada paso. Te atrapaba con su dulzura, te encandilaba a pesar de ser aún una niña.
Con el paso de los años, Lizbeth fue creciendo y ganando en belleza. Ya no era tan solo una niña bonita, no. Ahora era más que eso, era hermosa. Se parecía a una de esas princesas de las historias de ballet. Era dueña de una belleza inmaculada, no solo por fuera, si no también por dentro. Todo su ser rebosaba de alegría, dulzura, inocencia, humildad; pero sus ojos relucientes no transmitían los rayos de la felicidad, si no al contrario, reflejaban tristeza, añoranza, se sentía incompleta, sola. Aunque tenía miles de amigos, sus padres la adoraban y el baile le proporcionaba alegría, ella no era feliz. Sabía que en su vida, faltaba algo. El amor. El sentimiento que interpretaba en todos sus bailes, del que tanto había leído, sobre el que había visto miles de películas y películas que nunca se cansaría de ver. Esa palabra de la que tanto había oído hablar. Quería, deseaba enamorarse. Necesitaba disfrutar de todos los sentimientos y emociones que leía en sus novelas, quería comprobar por sí misma si el amor era tan maravilloso como todo el mundo decía, pero al mismo tiempo tenia miedo , temor a desvelar la verdad, a comprobar si el amor era también una tortura que te come poco a poco, que te consume, que destroza tu corazón, lo humilla y rompe en millones de pedazos, que te llena de deseo, esperanzas e ilusiones, que al fin y al cabo, en eso se queda, simples esperanzas e ilusiones. Ella no quería creer eso. No quería creer en eso que veía en muchas de sus películas. En esas desgracias que les pasaban a las jóvenes enamoradas, esas muchachas que de una manera u otra, quedaban destrozas a causa del amor. Lizbeth necesitaba creer que el amor era para siempre, quería sentirse como un personaje de los que ella interpretaba bailando, una princesa enamorada de su príncipe azul. Necesitaba sentir el cariño de una mano protectora y dulce rozando su mejilla, necesitaba abrazar, necesitaba sentir unos labios húmedos en su cuello, necesitaba pasear cogida de la mano con alguien contemplando las estrellas, necesitaba reírse al lado de alguna persona especial, alguien con quien compartirlo todo, alegrías o tristezas. Alguien que la hiciera sentir única. Necesitaba sentirse viva, feliz.
Era una oscura noche de verano, apenas iluminada por la tenue luz de la luna que se escondía tras unas nubes de tormenta. Lizbeth acababa de salir de su clase de ballet, y se disponía a marcharse a su casa. Ella presentía la tormenta y comenzó a correr, sabía que comenzaría a llover en cualquier momento. Sus esfuerzos fueron en vano, pues una gota calló sobre su frente. Dos, tres, cuatro gotas y la tormenta estallo. Lizbeth corría y corría, tenía miedo de empaparse demasiado y coger un resfriado. Porque, si así fuese, no podría actuar el próximo jueves. Corría tan deprisa, que acabo tropezando y cayendo sobre algo. Lizbeth escuchó una débil voz que se lamentaba del golpe. Se levantó de un salto, asustada. Miro hacia a bajo, y descubrió que había caído sobre un pobre chico. Tenía el cabello negro azabache, rizado a causa de la lluvia. De constitución atlética y la pequeña luz de la farola resaltaba su piel bronceada. Lizbeth, avergonzada, le ofreció su mano. Sus ojos se encontraron con los de él, oh, que ojos tan bonitos, pensó ella. Eran unos ojos verdes, brillantes, le recordaban a una pradera llena de margaritas. Los dos se quedaron hechizados. No podían dejar de mirarse. Lizbeth se sonrojó al sentir el contacto de su mano. El chico, logro ponerse en pie con poco esfuerzo. Sus ojos no se apartaban de los de Lizbeth. Todo estaba en silencio, solo se sentía el débil sonido de la lluvia al caer sobre el suelo, y dos pequeños corazones acelerados, descontrolados. No necesitaban hablar, se estaban diciendo todo con los ojos. Algo estaba sucediendo. Los dos comenzaban a enamorarse. Se estaban enamorando a cada segundo que se miraban a los ojos. Algo rompió el mágico silencio que los envolvía. Una voz lejana se oía gritar. Gritaba el nombre de Lizbeth. Era su padre, la había venido a buscar. Lizbeth se aparto de la mirada del chico y cogió su bolsa tirada en el suelo. Con una vocecilla dulce, dijo:
-Siento ser tan torpe y tonta. Lo siento. Perdóname si te he hecho daño. –se dio la vuelta, y dio dos pasos, pero alguien la sujeto por el brazo.
-¿Qué te perdone? ¿Qué es lo que tengo que perdonar? Acaba de caerme encima un ángel llegado del cielo.
-¿Qué?
-Sí, acaba de caerme encima un ángel de preciosos ojos azules. Solo me podrías hacer daño si no te vuelvo a ver.
-¿Verme? Bueno…yo…no sé, si…
Su padre se acercaba, y su voz cada vez se hacía más fuerte. ¡Lizbeth, Lizbeth! Gritaba.
-Me tengo que ir, mi padre ha venido a buscarme.
-Así que te llamas Lizbeth. Que nombre tan singular, y al mismo tiempo bonito. Yo me llamo Christopher.
-Tu nombre también es bonito. –dijo con una sonrisa encantadora.
-¿Sabes? Eres realmente preciosa. ¿Podre volver a verte?
-Bueno, yo vengo todos los días a la escuela de baile de la esquina. Creo que podríamos…
-Hagamos una cosa, mañana a esta misma hora, bajo esta misma farola; te esperare.
-¿Y si no vengo?
-Si no vienes, mi corazón se destrozará, y no se podrá reponer nunca jamás. ¿No querrás hacer eso, verdad?
-No, claro que no. Pero creo que eres demasiado exagerado. –dijo Lizbeth con una sonrisa picaresca.
-¿Así lo crees?
-Sí. Pero no te preocupes. Tu corazón no sufrirá ningún daño. Vendré. Y espero que tú también lo hagas.
-No lo dudes. –dijo Christopher con voz despreocupada.
-Adiós Christopher, que tengas una buena noche.
-Lo mismo digo mi querida Lizbeth.
Al día siguiente, volvía a ser una oscura noche de verano, la tormenta acechaba de nuevo. Lizbeth, salió de su clase a las doce. Comenzó a correr de nuevo, igual que la noche anterior. Tropezó bajo la misma farola, a la misma hora con el mismo chico. Dos corazones, apasionados comenzaron a sonar aceleradamente. Ya se conocían. Lizbeth, sonrió y dijo:
-Has venido. Tenía miedo de que no lo hicieras.
-Te dije que si no volvía a verte, mi corazón se destrozaría.
-A mi se me olvido decirte, que si no te veía hoy, mi corazón se perdería.
Y así se quedaron, observandose, sonrojados y timidos. Los ojos de los dos centelleaban. Se miraban dulcemente, se respiraba amor. Esa palabra, ese sentimiento desconocido para Lizbeth. Hasta la pasada noche, esa oscura noche de verano. Bajo la lluvia y la luz de una farola. En esa noche, Lizbeth, supo que su vida había cambiado por completo. Sus ojos, ya no transmitían tristeza, si no que ahora rebosaban de felicidad. Una felicidad de una dulce enamorada. Enamorada como Julieta, la bella durmiente o cenicienta. Enamorada como una de las princesas que ella interpretaba día tras día. Por fin sabía lo que era el amor. Había descubierto, que lo más bonito que existe en el mundo es amar y ser amado. Nunca creería, que el amor, pudiese ser algo malo. Ella se sentía tan maravillada, feliz; ya no se encontraba vacia, si no por el contrario, estaba llena de vida …Sabía, sentía, que su historia de amor; sería un amor fuerte y poderoso. Podía verlo en los ojos de él. Podía verlo en la manera en que él la miraba. En la manera que le hablaba. Lizbeth veía que su historia no tendría desgracias ni llantos. Sería una historia de ballet.




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Espero que os guste mi pequeña historia.

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